jueves, 15 de septiembre de 2011

El sol estaba apunto de caer

El sol ya estaba a punto de caer sobre los tejados de la triste Sarajevo. Los rayos de luz que huían prófugos de la noche se internaban en lo más profundo de las viejas habitaciones dejando al descubierto la sencillez del mobiliario y el solemne caer del polvo. Aquella triste imagen recordaba un poco a los cuadros de Henry Matisse o alguno de Armando Reverón; era un recordatorio casi perfecto de la tristeza y la nostalgia, no solo de las pinturas plasmadas en aquellos lienzos, sino también de las circunstancias en las que fueron hechas.

El sol siguió cayendo y comenzó a rozar la cuchilla que parte en 2 al horizonte. Eran ya como las 7 y media de la tarde, la señora Navratilova se disponía a preparar la cena. Las ollas ya tiznadas por el inclemente fuego de la hornilla de kerosene, que las había hostigado ya por dos décadas de dictadura y matrimonio revoloteaban junto con el agua que hervía esperando por la sal. El menú no variaría aquella noche, como tampoco había variado desde hace 4 meses cuando terminó la última primavera en Bosnia. Un viejo sartén de cobre, veterano de guerra con miles de cocciones en su espalda, freía como siempre unos filetes de carne no demasiado jugosos que la señora Navratilova había adquirido en la mañana. No eran todavía las 8 menos cuarto cuando entraron los niños al apartamento con los pantalones sucios y los zapatos hartos de barro. Traían consigo una pelota de hule y venían haciendo inentendibles comentarios sobre algún asunto que al parecer les causaba, o les causó, mucha gracia. Cabe destacar que los niños, al igual que todos los otros niños de Sarajevo, utilizaban una jerga que para los adultos resultaba casi indescifrable. De cualquier modo fuera lo que fuera que dijeran con seguridad tenía muy poca importancia. Como era de costumbre, la señora Navratilova les hizo quitarse los botines sucios y cambiarse los pantalones por unos enteritos rojos de lana de oveja un familiar les había traído de Praga años atrás. Luego, sin que la señora Navratilova dijese nada, los niños procedieron a poner la mesa y a asearse la cara y los dientes para comer. Primero colocaron los mantelitos individuales de seda verde tejidos a mano, luego pusieron los platos de cerámica y las tazas de peltre, finalmente colocaron los cubiertos de plata que tenían la “R” en el medio del mango y debajo de ellos las telas para limpiarse la boca. Luego se asearon y se sentaron en la mesa a esperar.

Ya eran las 8 y cinco cuándo entró el señor Karl Martelev. Se sacudió el fango de los zapatos en la alfombra y colgó el sobretodo negro en el perchero que estaba a la derecha de la puerta junto a una silla de madera y una vieja bicicleta oxidada. La señora Navratilova que ya tenía las papas y la carne listas para servir, se apuró en recibirlo y saludarlo diciéndole – “Como estás? Como te fue hoy?” a lo que el señor Martelev respondió como de costumbre – “Bien, todo bien.” La señora Navratilova sorpresivamente decidió ahondar en el diálogo diciendo: - Y como está todo en la fábrica? No ha pasado nada más?” El señor Martelev se sorprendió al ver aquella inusual insistencia; hubo un silencio y una mirada de reojo desde la visera del gorro gris de paño que llevaba puesto, luego contestó usando el mismo tono que antes: - “Nada, todo igual”. La señora Navratilova se sentó a la mesa junto a los niños a esperar que el señor Martelev se lavase la grasa de las manos y se sentara a la mesa. Una vez sentado procedieron a servirse las papas y la carne en su plato, en el mismo orden y proporción que todas las noches; primero el señor Martelev quien tomaba una ración modesta para lo que podría ingerir un hombre de su talla y que realizase tareas forzosas durante todo el día; la señora Navratilova siempre vió aquella costumbre como un gesto de solidaridad y consideración hacia ellos, aunque nunca tuvo el coraje como para preguntárselo y cerciorarse de ello. Luego se le servía a los niños, que eran muy pequeños como para alcanzar con sus manos el asa del sartén o la cacerola de las papas, siempre se les servía una porción suficiente como para satisfacer el hambre de un niño en crecimiento así como lo indicaba el Manual de Alimentación Familiar. Finalmente la señora Navratilova se servía la porción restante y era entonces cuando todos procedían a comer.

Permanecieron toda la comida en silencio. Los niños solían distraerse mientras comían contando el número de marcas violáceas que habían dejado las goteras en el techo durante el otoño, solían hacerlo chocándose los pies el uno al otro cada vez que divisaban una. Llevaban la cuenta de cuántas marcas habían en el techo mientras masticaban en igual número de veces. Por esta razón siempre terminaban de comer a la vez, ya que masticaban en igual número de veces en igual espacio de tiempo. El señor Martelev contemplaba aquel plato de comida como mirando el cosmos a través de las marcas de las papas, como si estuviese mirando los riachuelos que descendían desde las calles hasta el Miljacka en los surcos que atravesaban el filete de carne. Sus ojos eran del mismo color del cielo de Sarajevo, grises y nublados por la cotidianidad. Sus manos estaban matizadas por esos riachuelos que en su cuerpo ya se habían secado. Mientras que terminaba su ración de papas, la cual siempre comía aparte de la carne, la señora Navratilova recordó que aquella había consumido el último boleto correspondiente a la ración de carnes de la libreta alimenticia de ese mes, lo que la llevó a pensar en qué combinación tendría que hacer para la cena del día siguiente; Navratilova solía encontrar siempre alguna solución para situaciones como esta, por necesidad siempre tuvo que encontrar una manera aunque por necesidad casi rara vez podía materializarlas.

Todos finalizaron de cenar y se fueron levantando uno a uno en silencio. Los niños, que siempre se levantaban a la misma vez, fueron a lavarse los dientes y la cara y luego fueron hasta su alcoba a limpiar sus botines y a seguir conversando en su jerga inteligible para los adultos. La señora Navratilova recogió los platos y fue hasta el lavandero a fregarlos, en el mismo orden que siempre, empezando por los cubiertos de plata con la “R’’ en el mango, luego las tazas de peltre y los platos de cerámica y finalmente las ollas, las cacerolas y el sartén de cobre. El señor Martelev permaneció sentado durante varios minutos contemplando los mantelitos de seda verde del mismo modo en que lo hacía con su comida, con los ojos igual que el cielo de Sarajevo, grises y nublados. Permaneció cierto tiempo en la misma postura, guardando un silencio casi sepulcral y casi sin pestañear. De pronto minutos antes de levantarse por última vez se le escuchó decir estas palabras las cuales pronunció en el mismo tono que había usado para contestar las preguntas de Navratilova - “La muerte de cualquier hombre me disminuye porque estoy ligado a la humanidad; por consiguiente nunca hagas preguntar por quién doblan las campanas: doblan por tiluego se levantó y se fue. Navratilova permaneció atónita durante varios minutos, nunca supo si aquellos que sus oídos habían escuchado fueron palabras ciertas emanadas de la boca del señor Martelev o si en verdad eran producto de algún delirio de su desgastada mente. Nunca se supo si su inexistente reacción fue producto del desconcierto o si solo fue que no prestó importancia a aquella sentencia de Martelev. Lo cierto es que continuó lavando las ollas tratando de despegar la inquebrantable mancha de grasa en el sartén de cobre y las incombustibles marcas de tizne negro. Entró por la ventana de marco blanco un viento gélido que estremeció su cuerpo, luego volteó hacia ella y miró hacia afuera. Así permaneció unos 20 segundos contemplando la noche en las calles de Sarajevo mientras que se consumían los últimos faroles de luz y caía la última fábrica de la Revolución.