Quisiera compartir una historia
sobre algo increíble que me pasó: estando en Margarita una persona me llama
desde un teléfono particular desconocido para decirme que ya está llegando a mi casa para
llevarme el pasaporte - yo había contratado el servicio en la oficina del SAIME
cuando fui a hacer el trámite hace unos meses atrás - me dicen que ya vienen por el
parque Sanz y que baje. Se trataba de una voz masculina, amable aunque apurada, con un ruido de fondo
con olor a smog y aceite quemado que entonaba con su acento de pocos libros y
mucho trabajo. Ya yo no estaba paseando, cuando uno camina por los pasillos del
Parque Costa Azul no espera una llamada de ese tipo, mucho menos un sábado a
las 3pm. Entre el miedo y el asombro respondí que me encontraba en la isla y
que no podía recibirlo, él respondió preguntando si no había alguien más en
casa que lo recibiera, pero le respondí que no. A tal imposibilidad, el hombre
me dice que él me puede hacer el favor de guardármelo y que luego nos podemos
encontrar en la zona para dármelo, "a título de pana" ya que él era vecino de la California Norte; me argumentó
que si no me lo entregaba personalmente el documento debía a ir a una especie de
almacén central del SAIME donde probablemente se perdería y después no lo
podría recuperar. Más extraño aún fue que
me preguntase cuánto era el costo del envío del documento, para luego responderse
así mismo diciendo 120 Bs; también me hizo énfasis en que no me olvidase de
poner algo para “su propinita”, yo le dije que sí que no había problema con
eso, luego él sacó la cuenta y me dijo como de forma dubitativa que serían 170
bolívares. Yo le respondí que estaba bien.
El simple hecho de que me
llamaran para decirme que me iban a dar mi pasaporte después de 4 meses de
espera ya era algo emocionante, pero que además de eso fuese un sábado a las 3
de la tarde, y que me ofreciesen guardármelo para luego dármelo "a título
de pana" sin mayor consideración, produjo en mí un efecto estupefaciente. Todo
esto mientras caminaba hacia el estacionamiento del centro comercial, teléfono
en mano.
Le pregunté si no podía mandarlo
a casa de un primo que vive en la California, a lo que me respondió que sí,
entonces le dije que iba a confirmarle y
lo llamaba de vuelta, él volvió a insistirme en la posibilidad de guardármelo
en caso de que mi primo no estuviese y volvió a advertirme del destino que
podía correr el documento si lo devolvía a la central. Quedamos en que le
devolvería la llamada. Ya había salido del aire acondicionado del centro comercial y estaba en el carro de mi amiga y profesora Zonia Marcano, con quien
estaba paseando; entonces la cabina del carro se convirtió en el mismísimo infierno
prendido por el calor abrazador que produce el solazo margariteño en el latón
expuesto a medio día, aunado con el pandemonio interno que me rasgaba los sesos
pensando en que si perdería mi pasaporte, que si era un intento de secuestro,
que si mi primo estaba o no, que si en este país todo era una matraca.
Llamo a mi primo y le pregunto si
me puede hacer la vuelta, me dijo que sí, que no había problema. ¡Uf! Menos
mal, problema resuelto. Llamo de vuelta al hombre y le digo que sí, que puede
pasar por donde mi primo y le doy la dirección, él me responde que todo chévere
y que no me preocupe, sí me recuerda que no me olvide de su propinita, que unos
“50 bolivitas” al menos, y me desea un feliz viaje, cuelgo el teléfono. A todas
estas yo había olvidado decirle a mi primo lo que tenía que pagar, entonces lo
llamo otra vez y le pregunto si me puede hacer el favor de poner la plata, que
yo le pago al llegar; pero me contestó que ahí si no me podía ayudar porque
estaba limpio y no había más nadie en la casa. ¡El cdlm, otra vez a parir la
vaina! Ya estábamos como a la altura del Lagunamar, vía playa el agua. Empecé a
quejarme del servicio: ¡que a quién se le ocurre llevar eso un sábado!, ¡qué
bolas estos matraqueros del coño!, ¡por eso este país está vuelto un desastre!
A todas estas, Zonia haciendo uso de su acento margariteño, capaz de hacer ver
cualquier problema como una tontería sintetizada en esa caídita de la voz que
hacen al compás de que te dan la solución al asunto, me decía: “¿mijo pero en qué
país crees que estás tú?”.
Decidí llamar a mi papá. Le
cuento el lío y le pregunto si él no me puede hacer el favor de recibir el
pasaporte. Su respuesta fue muy clara: “hijo estos no son horarios ni formas de
andar entregando esa vaina, llama al tipo y mándalo al carajo, que te lleve tu
vaina el lunes y punto”, a lo que luego suavizó diciendo “si la vaina se pone
dura, avísame para decirle a los vigilantes del edificio que te lo reciban”.
Luego hubo un silencio. El estupor de las matas secas de Paraguachí se metió
por el vidrio torcido de la ventana y detuvo el ventarrón de emociones que me
estaba cayendo. Así como en cámara lenta, pensé en las palabras de mi papá “(…)
manda al tipo al carajo” “dile que te lleve tu vaina el lunes”; fue como cuando
Morpheus esquivó los tiros en Matrix. Recobré los bríos, el aire volvió a
correr, decidí llamar al tipo. Marco el número y me atiende rápido, ya yo me
identificaba como “el chamo que está en Margarita”, y entonces le conté la
imposibilidad de mi primo; acto seguido, le pregunto con tono acomodaticio,
esperanzado, así por debajito como uno le habla a los funcionarios públicos en
las oficinas, “¿mi pana tu no me puedes llevar esa vaina el lunes?”. En mi
mente había una moneda dando vueltas en el aire, en un lado decía pasaporte y
en el otro: infierno. Con voz dicharachera, el hombre respondió: si va mi pana,
no hay rollo con eso. Y entonces todo cambió, así como las gradas se levantan
cuando anota el equipo local para pasar del silencio espectador al rugido de
celebración, así estaba yo. Le di las gracias, que le agradecía mucho y que
disculpase las molestias; traté de comentar un par de cosas como para congraciar
su gesto y le dije que yo volvía de
viaje el domingo en la tarde; pero entonces sucedió otra cosa inesperada: me
dijo: “¿ah, mañana? Pero si quieres te lo puedo llevar mañana en la noche”.
Volví a caer en el desconcierto. Ya el personaje me había inspirado un mínimo
de confianza, pero cuando dijo eso todo se desplomó. Pensé: ¿¡Quién demonios va
a repartir un pasaporte un domingo en la noche!? ¿¡Quién demonios hace nada de
trabajo en este país un domingo en la noche!? Para salir del paso le dije que
el vuelo llegaba muy tarde, que mejor el lunes. Él dijo que ok, que a primera
hora me estaba llamando.
Desde ese momento y hasta que
Zonia me dejó en Playa El Agua lo que hice fue formular conjeturas sobre si
estaba en presencia de una estafa o algún plan delictivo, o si se trataba en
efecto del mejor mensajero del mundo. Hicimos consideraciones sobre la
factibilidad de que fuese un secuestro o algo por el estilo, en verdad no había
motivo alguno para pensar eso más allá de la increíble disposición a trabajar
del hombre, cosa que rompía como un martillo el molde de empleado público
venezolano que tenemos. Terminado el suceso, llamé a mi papá para darle el
nuevo status y me dispuse a tomar Heineken, comer pescado y disfrutar de mis
últimas horas en la isla; recuerdo haberle dicho a Zonia: “no quiero volver a
Caracas, ni siquiera he llegado y ya me está atormentando”.
Llegó el lunes en la mañana y yo
iba a recibir mi pasaporte. Me levanté temprano y puse el celular a cargar en
el único lugar de mi casa donde hay suficiente señal como para que entren las
llamadas; le coloqué el volumen al máximo y activé la vibración, y me puse a hacer los
quehaceres en la sala. Se me ocurrió meterme en la página del SAIME para
consultar el status de mi trámite – cosa chévere que tiene el servicio – y
decía que el pasaporte estaba impreso pero que no había sido llevado a la
oficina y mucho menos entregado a mí. Eso me generó más suspicacia aún, llamé a
su 0800 tratando de hablar con alguien que me aclarara, pero la contestadora
terminó por decirme que si tenía algún comentario lo mandase por correo.
Desistí de tal intento. Nunca llegué a guardar su número pero ya lo reconocía
porque empezaba con un 71 y era 0416. Como a eso de las 8am le mandé un mensaje
de texto diciéndole: “Epa es Rafael el muchacho del pasaporte en la Sanz que
estaba en Margarita, avísame cuando vayas a pasar para estar pendiente,
saludos”. Al poco rato me llamó y me dijo que andaba por la Urbina y que
pasaría en el transcurso de la mañana, otra vez con el mismo tono apurado,
dicharachero y cercano; le dije lo que había visto en la página sobre el status
del trámite a lo que me respondió “hermano yo lo tengo en mi mano”, no tuve
objeción. También le pregunté si debía entregarle el comprobante con sello
morado que te dan en la oficina, a lo que me respondió que no hacía falta, que
él no se enrollaba por eso, que si quería lo plastificara y lo guardase de
recuerdo y se rio, yo fingí también reírme. Me volvió a decir que no me olvidara de su
propinita, le dije que estuviese tranquilo.
Como a eso de las 10:50am sonó el
teléfono, fui corriendo a contestar y vi el 005841671(…), era él. Me dijo que
estaba abajo, que bajara. Le pedí a mi hermano 150 bolos prestados porque la
noche anterior me había gastado lo que tenía tomando cervezas en unos chinos en
Los Palos Grandes – en verdad mi vuelo de Margarita llegó fue el sábado en la
noche, pero no quise que el hombre fuese el domingo y por eso le dije que
volvía ese día – también le pedí que me acompañara a ver desde lejitos por si
en verdad se trataba de un secuestro o algo; en realidad, nunca supe a ciencia
cierta sino hasta el final cuales eran las intenciones reales de esa persona
que me llamaba diciendo que tenía mi pasaporte, solo actuaba esperando lo
mejor. Bajé con los 170 bolos, el comprobante de sello morado por si acaso y mi
hermano. Al salir al portal vi desde lejos a dos personas, un señor de lentes y
cachucha de cuero – de estas que usan los señores que juegan al dominó – de
unos 50 años, y otro con un casco y chemisse marrón, de unos 37 que asumí era
el mensajero; tenían buen aspecto. Salí y el hombre me saludó – “¿Rafael?” –
Sí, mucho gusto. – Un placer vale, tú eras el que estaba en Margarita. – Sí,
era yo, disculpa la molestia –No tranquilo ¡qué bueno estar de viaje! (risas). La voz apurada y dicharachera, ahora con imagen y forma, me entregó mi pasaporte, me dijo que revisara que todo estaba en orden y en
efecto, todo estaba bien. Le ofrecí nuevamente el comprobante y me dijo que no,
que solo debía firmar una factura como recibido porque ese comprobante expira al mes de
hacer la solicitud y ya no valía de nada – luego leí en la parte inferior del
papel y confirmé lo que dijo – Le di nuevamente las gracias; ya había terminado
esa aventura psicológica de escenarios múltiples y consideraciones
fundamentadas en prejuicios y experiencias previas, angustia, molestia, miedo,
incertidumbre, todo eso en una espiral de especulación que para él nunca
existió. Me dijo que estaba a la orden, que en él tenía un pana – Ya tienes mi
número, aquí tienes un pana. Le pregunté si hacía encomiendas y me dijo que sí,
a lo que me dio su tarjeta. Le di el dinero con su propina y le volví a
agradecer por su servicio, le felicité por su trabajo y le di un apretón de
manos. Él sonrió y se fue.
El protagonista de esta historia es Frank Manuel, tiene
unos 37 años, es moreno y trabaja repartiendo encomiendas. También es
emprendedor y tiene una empresa de fabricación de productos artesanales que van desde
aceite de oliva y miel de abeja hasta jalea real y vinos artesanales. Nunca
supe sino hasta que me despedí de él si se trataba de un secuestrador o del
mejor mensajero del mundo. Todo esto sucedió hace como una hora, del lunes 11
de agosto de 2014. Sentí la necesidad de escribir algo contando lo sucedido
para dejar testimonio de un evento tan sorprendentemente bueno. Esta persona me
enseñó a prohibirme decir que en Venezuela todo está perdido; nunca lo estará
mientras haya otros como él dando sorpresas en cada entrega y dándonos insumos
para hacer las cosas mejor de lo que los demás esperan. No sé cual sea su condición política, a juzgar por el logo en su tarjeta probablemente sienta simpatía por el gobierno, pero no me
importa ni en lo más mínimo porque se trata de una persona que agrega valor a este país. La
diferencia entre la Venezuela que tenemos y la que queremos no la hace nuestro
color de piel, ni si somos pobres o no, ni si somos chavistas o no, ni si
tenemos los dientes derechos o volados; la diferencia la hacen los valores que
rigen nuestras vidas y como los vivimos en el día a día. Al fondo de la tarjeta que me entregó dice referente a su empresa: “Esta organización contribuye a compartir
bienestar con la más importante de las empresas: la familia y el hogar.” Ojalá
este texto sirva para contagiarte de esa alegría que me inspiró tan agradable
sorpresa, y nos sirva a todos a mejorar y ser mejores personas para tener el
país que queremos, así como Frank Manuel, el mejor mensajero del mundo.
FIN