lunes, 11 de agosto de 2014

"Nunca supe sino hasta que me despedí de él si se trataba de un secuestrador o del mejor mensajero del mundo"



Quisiera compartir una historia sobre algo increíble que me pasó: estando en Margarita una persona me llama desde un teléfono particular desconocido para decirme que ya está llegando a mi casa para llevarme el pasaporte - yo había contratado el servicio en la oficina del SAIME cuando fui a hacer el trámite hace unos meses atrás - me dicen que ya vienen por el parque Sanz y que baje. Se trataba de una voz masculina, amable aunque apurada, con un ruido de fondo con olor a smog y aceite quemado que entonaba con su acento de pocos libros y mucho trabajo. Ya yo no estaba paseando, cuando uno camina por los pasillos del Parque Costa Azul no espera una llamada de ese tipo, mucho menos un sábado a las 3pm. Entre el miedo y el asombro respondí que me encontraba en la isla y que no podía recibirlo, él respondió preguntando si no había alguien más en casa que lo recibiera, pero le respondí que no. A tal imposibilidad, el hombre me dice que él me puede hacer el favor de guardármelo y que luego nos podemos encontrar en la zona para dármelo, "a título de pana" ya que él era vecino de la California Norte; me argumentó que si no me lo entregaba personalmente el documento debía a ir a una especie de almacén central del SAIME donde probablemente se perdería y después no lo podría recuperar.  Más extraño aún fue que me preguntase cuánto era el costo del envío del documento, para luego responderse así mismo diciendo 120 Bs; también me hizo énfasis en que no me olvidase de poner algo para “su propinita”, yo le dije que sí que no había problema con eso, luego él sacó la cuenta y me dijo como de forma dubitativa que serían 170 bolívares. Yo le respondí que estaba bien.

El simple hecho de que me llamaran para decirme que me iban a dar mi pasaporte después de 4 meses de espera ya era algo emocionante, pero que además de eso fuese un sábado a las 3 de la tarde, y que me ofreciesen guardármelo para luego dármelo "a título de pana" sin mayor consideración, produjo en mí un efecto estupefaciente. Todo esto mientras caminaba hacia el estacionamiento del centro comercial, teléfono en mano.

Le pregunté si no podía mandarlo a casa de un primo que vive en la California, a lo que me respondió que sí, entonces  le dije que iba a confirmarle y lo llamaba de vuelta, él volvió a insistirme en la posibilidad de guardármelo en caso de que mi primo no estuviese y volvió a advertirme del destino que podía correr el documento si lo devolvía a la central. Quedamos en que le devolvería la llamada. Ya había salido del aire acondicionado del centro comercial y estaba en el carro de mi amiga y profesora Zonia Marcano, con quien estaba paseando; entonces la cabina del carro se convirtió en el mismísimo infierno prendido por el calor abrazador que produce el solazo margariteño en el latón expuesto a medio día, aunado con el pandemonio interno que me rasgaba los sesos pensando en que si perdería mi pasaporte, que si era un intento de secuestro, que si mi primo estaba o no, que si en este país todo era una matraca.

Llamo a mi primo y le pregunto si me puede hacer la vuelta, me dijo que sí, que no había problema. ¡Uf! Menos mal, problema resuelto. Llamo de vuelta al hombre y le digo que sí, que puede pasar por donde mi primo y le doy la dirección, él me responde que todo chévere y que no me preocupe, sí me recuerda que no me olvide de su propinita, que unos “50 bolivitas” al menos, y me desea un feliz viaje, cuelgo el teléfono. A todas estas yo había olvidado decirle a mi primo lo que tenía que pagar, entonces lo llamo otra vez y le pregunto si me puede hacer el favor de poner la plata, que yo le pago al llegar; pero me contestó que ahí si no me podía ayudar porque estaba limpio y no había más nadie en la casa. ¡El cdlm, otra vez a parir la vaina! Ya estábamos como a la altura del Lagunamar, vía playa el agua. Empecé a quejarme del servicio: ¡que a quién se le ocurre llevar eso un sábado!, ¡qué bolas estos matraqueros del coño!, ¡por eso este país está vuelto un desastre! A todas estas, Zonia haciendo uso de su acento margariteño, capaz de hacer ver cualquier problema como una tontería sintetizada en esa caídita de la voz que hacen al compás de que te dan la solución al asunto, me decía: “¿mijo pero en qué país crees que estás tú?”.


Decidí llamar a mi papá. Le cuento el lío y le pregunto si él no me puede hacer el favor de recibir el pasaporte. Su respuesta fue muy clara: “hijo estos no son horarios ni formas de andar entregando esa vaina, llama al tipo y mándalo al carajo, que te lleve tu vaina el lunes y punto”, a lo que luego suavizó diciendo “si la vaina se pone dura, avísame para decirle a los vigilantes del edificio que te lo reciban”. Luego hubo un silencio. El estupor de las matas secas de Paraguachí se metió por el vidrio torcido de la ventana y detuvo el ventarrón de emociones que me estaba cayendo. Así como en cámara lenta, pensé en las palabras de mi papá “(…) manda al tipo al carajo” “dile que te lleve tu vaina el lunes”; fue como cuando Morpheus esquivó los tiros en Matrix. Recobré los bríos, el aire volvió a correr, decidí llamar al tipo. Marco el número y me atiende rápido, ya yo me identificaba como “el chamo que está en Margarita”, y entonces le conté la imposibilidad de mi primo; acto seguido, le pregunto con tono acomodaticio, esperanzado, así por debajito como uno le habla a los funcionarios públicos en las oficinas, “¿mi pana tu no me puedes llevar esa vaina el lunes?”. En mi mente había una moneda dando vueltas en el aire, en un lado decía pasaporte y en el otro: infierno. Con voz dicharachera, el hombre respondió: si va mi pana, no hay rollo con eso. Y entonces todo cambió, así como las gradas se levantan cuando anota el equipo local para pasar del silencio espectador al rugido de celebración, así estaba yo. Le di las gracias, que le agradecía mucho y que disculpase las molestias; traté de comentar un par de cosas como para congraciar su gesto y  le dije que yo volvía de viaje el domingo en la tarde; pero entonces sucedió otra cosa inesperada: me dijo: “¿ah, mañana? Pero si quieres te lo puedo llevar mañana en la noche”. Volví a caer en el desconcierto. Ya el personaje me había inspirado un mínimo de confianza, pero cuando dijo eso todo se desplomó. Pensé: ¿¡Quién demonios va a repartir un pasaporte un domingo en la noche!? ¿¡Quién demonios hace nada de trabajo en este país un domingo en la noche!? Para salir del paso le dije que el vuelo llegaba muy tarde, que mejor el lunes. Él dijo que ok, que a primera hora me estaba llamando.

Desde ese momento y hasta que Zonia me dejó en Playa El Agua lo que hice fue formular conjeturas sobre si estaba en presencia de una estafa o algún plan delictivo, o si se trataba en efecto del mejor mensajero del mundo. Hicimos consideraciones sobre la factibilidad de que fuese un secuestro o algo por el estilo, en verdad no había motivo alguno para pensar eso más allá de la increíble disposición a trabajar del hombre, cosa que rompía como un martillo el molde de empleado público venezolano que tenemos. Terminado el suceso, llamé a mi papá para darle el nuevo status y me dispuse a tomar Heineken, comer pescado y disfrutar de mis últimas horas en la isla; recuerdo haberle dicho a Zonia: “no quiero volver a Caracas, ni siquiera he llegado y ya me está atormentando”.

Llegó el lunes en la mañana y yo iba a recibir mi pasaporte. Me levanté temprano y puse el celular a cargar en el único lugar de mi casa donde hay suficiente señal como para que entren las llamadas; le coloqué el volumen al máximo y activé la vibración, y me puse a hacer los quehaceres en la sala. Se me ocurrió meterme en la página del SAIME para consultar el status de mi trámite – cosa chévere que tiene el servicio – y decía que el pasaporte estaba impreso pero que no había sido llevado a la oficina y mucho menos entregado a mí. Eso me generó más suspicacia aún, llamé a su 0800 tratando de hablar con alguien que me aclarara, pero la contestadora terminó por decirme que si tenía algún comentario lo mandase por correo. Desistí de tal intento. Nunca llegué a guardar su número pero ya lo reconocía porque empezaba con un 71 y era 0416. Como a eso de las 8am le mandé un mensaje de texto diciéndole: “Epa es Rafael el muchacho del pasaporte en la Sanz que estaba en Margarita, avísame cuando vayas a pasar para estar pendiente, saludos”. Al poco rato me llamó y me dijo que andaba por la Urbina y que pasaría en el transcurso de la mañana, otra vez con el mismo tono apurado, dicharachero y cercano; le dije lo que había visto en la página sobre el status del trámite a lo que me respondió “hermano yo lo tengo en mi mano”, no tuve objeción. También le pregunté si debía entregarle el comprobante con sello morado que te dan en la oficina, a lo que me respondió que no hacía falta, que él no se enrollaba por eso, que si quería lo plastificara y lo guardase de recuerdo y se rio, yo fingí también reírme.  Me volvió a decir que no me olvidara de su propinita, le dije que estuviese tranquilo.


Como a eso de las 10:50am sonó el teléfono, fui corriendo a contestar y vi el 005841671(…), era él. Me dijo que estaba abajo, que bajara. Le pedí a mi hermano 150 bolos prestados porque la noche anterior me había gastado lo que tenía tomando cervezas en unos chinos en Los Palos Grandes – en verdad mi vuelo de Margarita llegó fue el sábado en la noche, pero no quise que el hombre fuese el domingo y por eso le dije que volvía ese día – también le pedí que me acompañara a ver desde lejitos por si en verdad se trataba de un secuestro o algo; en realidad, nunca supe a ciencia cierta sino hasta el final cuales eran las intenciones reales de esa persona que me llamaba diciendo que tenía mi pasaporte, solo actuaba esperando lo mejor. Bajé con los 170 bolos, el comprobante de sello morado por si acaso y mi hermano. Al salir al portal vi desde lejos a dos personas, un señor de lentes y cachucha de cuero – de estas que usan los señores que juegan al dominó – de unos 50 años, y otro con un casco y chemisse marrón, de unos 37 que asumí era el mensajero; tenían buen aspecto. Salí y el hombre me saludó – “¿Rafael?” – Sí, mucho gusto. – Un placer vale, tú eras el que estaba en Margarita. – Sí, era yo, disculpa la molestia –No tranquilo ¡qué bueno estar de viaje! (risas). La voz apurada y dicharachera, ahora con imagen y forma, me entregó mi pasaporte, me dijo que revisara que todo estaba en orden y en efecto, todo estaba bien. Le ofrecí nuevamente el comprobante y me dijo que no, que solo debía firmar una factura como recibido porque ese comprobante expira al mes de hacer la solicitud y ya no valía de nada – luego leí en la parte inferior del papel y confirmé lo que dijo – Le di nuevamente las gracias; ya había terminado esa aventura psicológica de escenarios múltiples y consideraciones fundamentadas en prejuicios y experiencias previas, angustia, molestia, miedo, incertidumbre, todo eso en una espiral de especulación que para él nunca existió. Me dijo que estaba a la orden, que en él tenía un pana – Ya tienes mi número, aquí tienes un pana. Le pregunté si hacía encomiendas y me dijo que sí, a lo que me dio su tarjeta. Le di el dinero con su propina y le volví a agradecer por su servicio, le felicité por su trabajo y le di un apretón de manos. Él sonrió y se fue.

El protagonista de esta historia es Frank Manuel, tiene unos 37 años, es moreno y trabaja repartiendo encomiendas. También es emprendedor y tiene una empresa de fabricación de productos artesanales que van desde aceite de oliva y miel de abeja hasta jalea real y vinos artesanales. Nunca supe sino hasta que me despedí de él si se trataba de un secuestrador o del mejor mensajero del mundo. Todo esto sucedió hace como una hora, del lunes 11 de agosto de 2014. Sentí la necesidad de escribir algo contando lo sucedido para dejar testimonio de un evento tan sorprendentemente bueno. Esta persona me enseñó a prohibirme decir que en Venezuela todo está perdido; nunca lo estará mientras haya otros como él dando sorpresas en cada entrega y dándonos insumos para hacer las cosas mejor de lo que los demás esperan. No sé cual sea su condición política, a juzgar por el logo en su tarjeta probablemente sienta simpatía por el gobierno, pero no me importa ni en lo más mínimo porque se trata de una persona que agrega valor a este país. La diferencia entre la Venezuela que tenemos y la que queremos no la hace nuestro color de piel, ni si somos pobres o no, ni si somos chavistas o no, ni si tenemos los dientes derechos o volados; la diferencia la hacen los valores que rigen nuestras vidas y como los vivimos en el día a día. Al fondo de la tarjeta que me entregó dice referente a su empresa: “Esta organización contribuye a compartir bienestar con la más importante de las empresas: la familia y el hogar.” Ojalá este texto sirva para contagiarte de esa alegría que me inspiró tan agradable sorpresa, y nos sirva a todos a mejorar y ser mejores personas para tener el país que queremos, así como Frank Manuel, el mejor mensajero del mundo.




FIN