lunes, 17 de septiembre de 2012

Con el morral a cuestas - Europa 2012 - Día III


DIA III

Despertarse temprano en la mañana en España durante el verano es completamente inútil. Nunca había estado en contacto de forma tan directa con una situación en la que encajase tan bien aquel dicho que dice “No por madrugar amanece más temprano”  Ahora me aventuro a decir que el creador de esa frase tan verídica seguramente fue un turista que anduvo por España en algún verano. Y cuando hablo de temprano en la mañana estoy hablando de las 8 de la mañana; para aquellas personas que viven en poblaciones satélites de las grandes ciudades en las cuales trabajan y que se tienen que levantar a las 4 am para estar a tiempo en su lugar de trabajo mi comentario sonará ridículo, pero imagínese por un momento salir a la calle a esto de las 9 de la mañana y encontrar todo cerrado, sin un alma caminando por las aceras y todas las vitrinas con un aspecto metálico de santamaría dominguera que no es fácil de asimilar para alguien que viene de un país donde a las 7:30 – 8:00 ya todo está funcionando. Pero el choque se acrecienta cuando usted se dirige a uno de estos bazares chinos, o quincallas como le llamamos en Venezuela, y se encuentra con un cartelito en la puerta enrejada que dice “Cerrado por vacaciones, volvemos el 5 de septiembre” Nótese que se trataba de un bazar chino; dicho esto creo que no es necesario dar más ejemplos de cómo se repetía la situación en comercios cuyos dueños y trabajadores no eran chinos sino ibéricos. 

Toda esta explicación viene dada porque el 17 de agosto comenzó a eso de las 8 de la mañana con toda esa emoción que viene dada con los primeros días de viaje y con esas ganas, que casi llegan a premura, de aprovechar el tiempo al máximo. Recuerdo que cuando me levanté mis primos seguían durmiendo, cosa que me pareció un tanto extraña ya que por lo general quienes somos estudiantes o tenemos hábitos de estudio solemos levantarnos temprano justamente para aprovechar el tiempo, y cuando se tiene una primaria, un bachillerato, una carrera universitaria y un postgrado en proceso el hábito de levantarse temprano es casi que indefectible. Luego cuando salí a la calle y me encontré con aquella paz de capilla entendería el sueño prolongado de mis primos. Una vez que me di mi respectivo postín para cepillarme los dientes, afeitarme, arreglarme en fin, luego de haber hecho mi respectivo escándalo mientras me alistaba, se levantaron mis primos y me dispuse a ir al supermercado a comprar un jugo de naranja y un queso para el desayuno, mi primer desayuno en Barcelona. Recuerdo claramente las instrucciones de Musiú, podía ir al Día o al Consum, ambos estaban en la calle situada en el extremo superior de la Carrer de Praga, el uno en la acera contigua a la mano derecha a unos 30 metros, el otro en la acera de enfrente a mano izquierda un poco más lejos que el primero. Sin estar muy seguro de por qué, me fui hasta el Consum para comprar el par de cosas para el desayuno. Al entrar al supermercado instantáneamente se pueden percibir dos cosas: la primera es que el aire acondicionado si es capaz de reducir la temperatura interna como en unos 12 grados con respecto a la externa, lo segundo tiene que ver con eso que llaman turismo de supermercado que se ha puesto tan de moda entre los venezolanos que tenemos la dicha de viajar al exterior e ir a un supermercado. Esta modalidad turística no es otra cosa más que dirigirse a cualquier establecimiento de alimentos y contemplar maravillado cómo es posible que de un mismo producto hayan diferentes marcas, diferentes presentaciones, diferentes tipos para satisfacer cada uno de los gustos, y en los casos más célebres admirar como en efecto aún existen productos que ya habíamos dado por extintos como el café instantáneo, la leche en polvo, el aceite de maíz o los legendarios pañales, sin duda es una experiencia gratificante, cercana a lo divina y milagrosa. Una vez comprados el jugo y el queso (que compré pensando que era un manchego rebanado y terminó por no ser más que un “queso madurado”) volví a casa ya pudiendo sentir el sopor y la inclemencia del verano español. La sensación que se percibe en las calles es similar a la que se percibe en Guarenas o Puerto Ordaz durante un infame día caluroso como cualquiera. Imagínese usted en la avenida Las Américas de Puerto Ordaz esperando una camionetica en la Plaza Los Tubos a las 2:30 de la tarde, esa es una aproximación bastante certera a como se siente el verano en Barcelona. Sin embargo debo decir que la gente habla de forma exagerada sobre el clima y sobre todo la temperatura durante el verano en Europa. Estando aún en Venezuela, muchas personas supuestamente entendidas en la materia me habían hecho creer que al llegar a Barcelona estaría sintiendo el calor como en el mismísimo infierno, y que muy probablemente el abrazo incómodo de la resolana y el látigo funesto del sol me iban a echar de Barcelona antes de que cantara el gallo; debo decir que esto es falso, o mejor dicho, fue falso durante mi estadía. Es cierto que el calor es fuerte, abrazador, de estos que azotan durante todo el día a las paredes de los edificios y luego permanecen durante la noche para recordarte que mañana la inclemencia será igual o peor, más sin embargo no es nada que uno ya no haya soportado antes. La brisa, que junto con la sombra son los más grandes aliados frente al calor, siempre se hace presente en Barcelona ayudando a levantar el sopor que se acumula en las calles de la ciudad y a secar las medias e interiores que me veía forzado a lavar ante el demoro de mi equipaje. Sobre el desayuno terminaré por decir que las arepas son, y serán por siempre, la mejor sinestesia que podrá tener cualquier venezolano que se encuentre fuera de su tierra y que quiera sentirse, al menos por un mordisco, devuelta en ella. 

Ya habíamos trazado el plan, minucioso como el de Bolívar durante la campaña admirable (metáfora históricamente abusiva) y nos dispusimos a salir para hacer un par de diligencias primero en el barrio de Lesseps, el cual se convertiría en mi patiadero durante mi estadía en Barcelona. Dicen (y no sin razón) que conocer una ciudad es caminar las mismas calles que los lugareños, comer en los mismos sitios que los lugareños, en fin, vivir como un lugareño es conocer un lugar. Nos fuimos a pie desde la casa hasta Lesseps por la Travesera de Dalt (nunca supe quien era Dalt y creo que nunca lo sabré) hasta una callecita donde sacaban copias de llaves y luego a la antigua residencia de mi primo donde cerca había lo que parecía un hidrante que era una fuente, pero lo usaban de bebedero tanto los perros que andan desnudos y en cuatro patas como los perros que andan vestidos y en dos patas. Hechas las diligencias nos fuimos hasta la plaza Lesseps, a un par de cuadras de donde estábamos y allí conocí la biblioteca Jaume Fuster, la cual impresiona por su diseño moderno hecho en paneles de madera y acero que le da un aspecto de bunker para el estudio y el conocimiento; entramos en la biblioteca buscando dos bondades divinas como el aire acondicionado y el wifi gratis, desde allí me comuniqué por primera vez con Caracas desde mi celular y me reganaron por querer enviar una nota de voz estando dentro de la biblioteca, fail allí. La plaza Lesseps es una inmensa plancha de concreto, escasamente arbolada donde reinan unos parales de acero imitando a un cubo pintados de negro; justo allí tomamos el metro hasta la estación Paseig de Gracia donde nos encontraríamos con la Casa Batlló y La Pedrera, primeros objetivos del paseo de ese día. Basta con caminar unos pocos metros por la avenida Diagonal para darse cuenta de que se encuentra en la zona más a la moda, y probablemente la más costosa, de la ciudad, Louis Voutton, Armani, Channel, Boss y todos sus amigos están en esa avenida a no muchas cuadras de distancia la una de la otra. Finalmente en medio de los árboles y el tumulto aparece la casa Batlló, edificio diseñado por Antoni Gaudí y patrimonio de la humanidad declarado por la UNESCO (igual que La Pedrera, la Sagrada Familia y la Colonia Güel) El decorado de la fachada de la casa (que es más bien un edificio) hace juego con su entorno arbolado, combinando las flores y las ramas que hay en los mosaicos del edificio con las flores y ramas naturales que proporcionan los árboles de la avenida. El precio de la entrada al edificio era de 15 euros, mucho tiempo, mucha plata, así que la foto respectiva y chao a la Casa Batlló. A solo un par de cuadras de distancia está La Pedrera, otro edificio diseñado por Gaudí y famoso por sus chimeneas en forma de suspiro. Los precios para conocer el edificio eran similares a los de la Casa Batlló y sinceramente nunca he sido un admirador especial del trabajo de Gaudí de modo que me limité a sacarme las fotos de rigor (bueno a pedirle a Musiú que me las sacara) y a visitar la gift shop del edificio donde para nuestra sorpresa (triste sorpresa) no había aire acondicionado. Había un tractor amarillo en medio de la acera. 


De camino a la Plaza Catalunya nos encontramos con la tienda Ferrari donde estaba el monoplaza que utilizó Fernando Alonso cuando se tituló campeón del mundo en el 2008, junto al auto estaban el casco y el motor del vehículo, el cual vale 55000 euros y es una edición limitada. Ya en la plaza Catalunya bajé a la oficina de turismo (porque la oficina de turismo está en un pasadizo debajo de la plaza y allí si hay aire acondicionado) donde me dieron un mapa con lo que volví a sentirme listo para recorrer la ciudad; no sé si sea un fenómeno común pero yo me siento desvalido cuando estoy en una ciudad desconocida y no cargo un mapa. Continuamos cuesta abajo por La Rambla desde plaza Catalunya hasta el Museo de Arte Contemporáneo de Barcelona (MACBA) bajo un sol inclemente que se multiplicaba en los vidrios de la que dan forma al museo, un edificio inmenso de color blanco mate y fachada de vidrios y acero, todo muy moderno. En el camino de vuelta a La Rambla llamé desde unos pakis (luego explicaré quiénes son estos personajes) me hice una foto con un maniquí que tenía una máscara de power ranger y encontramos un negocio llamado: Cuchillería Primitivo Labrador, por supuesto, foto obligatoria. De vuelta en La Rambla bajamos hasta el mercado de La Boquería, del cual había leído bastante, y que deslumbra por la multitud de piernas de jamón serrano que cuelgan de los techos de los kioscos del mercado y la infinidad de quesos que se exhiben para la venta; también habían unos jugos en medio de hielo que si al verlos no te daba sed es porque no tenías sangre en las venas, ahí vimos a Jörlöv. Seguimos caminando cuesta abajo hasta cruzar a la izquierda e internarnos al barrio gótico, ya instigados por el hambre, atravesamos el barrio gótico sin poder eludir esa impresión que producen los edificios la cual hace que parezca que si la gente que deambulara por esas calles estuviese vestida con los harapos del siglo XII no habría forma alguna de determinar si se estaba en la Barcelona del siglo XXI o la de los cuentos de hadas. Continuamos hasta el mercado de Santa Catarina donde finalmente nos sentamos a comer en una mesa compartida con una familia (mamá y dos hijas) que creo que era rusa. La comida estuvo muy buena, el lugar era caro si, era bonito si, era sabroso si, era caro también. El baño resultaba un tanto absurdo por cuanto los muñequitos que se usan para identificar los baños de hombres y de mujeres estaban todos rotulados juntos de manera que era imposible diferenciarlos, aquello no era más que una forma de decir que solo había un lavatorio tanto para hombres como para mujeres. Fin del show. 


La hora del burro no siempre tiene lugar entre las 3 y 4 de la tarde. En los países del norte, durante el verano, la hora del burro hace su aparición entre las 5 y 6 de la tarde aun a plena luz del sol y con el mismo calor abrumador de los países tropicales. Después de comer y estando en este lapso horiburrezco, fuimos a comprar en un supermercado Día que estaba justo al lado del restaurant donde comimos (los supermercados son el mejor aliado de un viajero aventurero y con poco presupuesto) para comprar unos helados; la caja tenía que ser de tres helados porque éramos tres personas, ni de dos, ni de cuatro, ni de uno servía porque no éramos ni cuatro, ni dos, ni uno, ni tres veces uno ni ¾ de personas, éramos tres, así que hurgamos en la nevera del supermercado hasta dar con la cajita perfecta: eran tres helados de mantecado cubierto con chocolate a un precio, que si no me falla la memoria, era menor a un euro, difícil de conseguir algo mejor. Luego nos sentamos justo en frente en unos bancos de concreto para empegostarnos los dedos y la cara con el helado congelado que luchaba por mantenerse en pié azotado por los 38 grados de temperatura, sin duda un héroe, que dio su vida por calmar el sopor de nosotros tres que muy felices comimos, cominos y nos empegostamos de alegría, de esa alegría que solo el gel antibacterial puede remover. Hecho esto volvimos a la plaza que está frente a la Catedral en medio del barrio gótico, allí entramos por iniciativa al Museo Taller de Gaudí, recinto donde por la módica suma de 3 euros se podía mirar una exposición que contenía muestras y audiovisuales de las ruinas de la antigua ciudad amurallada de Barcelona, una colección de los vestidos y atuendos utilizados por la realeza italiana en el siglo XXVII (que aun no entiendo por qué se exhibían en ese museo) y finalmente una interesante galería de maquetas, audiovisuales, recortes de periódico y modelos del taller de Antonio Gaudí en la cual se explicaba con detalle la forma de trabajar del arquitecto catalán. Debo decir que esta exposición cambió mi percepción sobre la obra de Gaudí por cuanto pude observar el elemento matemático, calculador, de ingeniería, presente en sus obras el cual me resultó sumamente admirable, contrario a lo que era mi percepción anterior de que las obras de Gaudí eran mera fachada y fanfarria pero carentes de verdadero ingenio. A demás de esto el museo tenía dos puntos a su favor, tenía aire acondicionado y tenía de esos banquitos que sirven para dormir sentado por cinco minutos. Para terminar con el barrio gótico nos fuimos hasta el interior de la Catedral. Era la segunda vez que la visitaba más sin embargo no dejó de resultarme imponente, sobre todo en la altura de su techo y la solemnidad de los nichos en los que se venera a cada santo. Al salir de allí vimos un show de capoeira que unos brasileros juglares hacían en la calle, estuvo entretenido. 

En Europa o se camina muchísimo o no se va a Europa, de modo que nos fuimos al Palau de la Música Catalana al cual llegamos después de darnos una ligera perdida y entrar a un café llamado Caracas a tomar orxata, una bebida similar a la chicha que toman en Catalunya para refrescarse. De los edificios que conocí en Barcelona, el Palau de la Música Catalana está entre los primeros dos (solo mejorable por la Sagrada Familia que sin duda alguna está en un nivel harto superior a cualquier construcción) por el aspecto único y a la vez sencillo de su arquitectura la cual parece haber sido hecho de tal manera que no sobrase ni faltase un solo adorno. En un principio íbamos a acudir a algún espectáculo pero no fue posible porque las funciones eran muy tarde (a demás de poco llamativas) y las que eran más llamativas eran muy caras, de modo que tomé la visita guiada en español (a la cual entré de milagro) por la suma de 8 euros y así pude visitar y conocer la historia del recinto musical con la guía de una chica catalana que tenía los ojos muy bonitos. La historia del Palau no la voy a contar aquí, me limitaré a decir que nunca había visto a las rosas, los árboles, las musas, el vidrio coloreado y  el tapizado rojo juntarse para hacer un recinto más hermoso. Allí conocí a una pareja de venezolanos, casualmente la señora formaba parte del orfeón de la Universidad Simón Bolívar y me comentó que vendrían a presentarse en el Palau a mediados del mes de febrero de 2013. Una vez terminada la visita en el edificio declarado patrimonio de la humanidad por la UNESCO, tomamos el metro en la estación Urquinaona hasta el Port Olimpic que es una suerte de malecón junto a la playa que fue construido como zona recreacional para las olimpiadas de Barcelona 92 y que actualmente es una de las zonas más modernas y costosas de la ciudad. En el Port Olimpic se encuentran dos torres que son emblemáticas de Barcelona, la torre MAPFRE y el hotel Arts. Allí mismo se encuentran una gran cantidad de restaurantes, discotecas (camino del metro al Port nos cruzamos con un demente que gritaba “viva el opio”) y lugares de moda de la ciudad, todos muy caros obviamente. Estando en Caracas había leído mucho sobre el Port Olimpic y en efecto se cumplió la premisa que tenía sobre él, es un lugar donde se respira un ambiente de lujo (tiene una marina también repleta de yates y veleros) confort, modernidad, arena y mar; aquello era una versión más desarrollada del Paseo Colón en mi querido Puerto La Cruz, durante todo el relato del viaje se podrá notar mi especial inclinación hacia las ciudades portuarias. Después de las fotos respectivas, en especial con las torres y con una escultura en forma de pez que está en lo alto del puerto, nos fuimos andando por toda la playa hasta la Barceloneta; a todas estas ya se había hecho de noche lo que significa que ya eran al menos las 9 de la noche, hora a la que cae el sol durante el verano en Barcelona. El recorrido pareciera cerca pero en verdad es lejos, al menos unos 2 km de distancia deben de haber entre el Port Olimpic y la Barceloneta. Una vez en la Barceloneta debí saciar mi apetito con un kebab en un negocio frente al mar. Pagué unos 7 euro por todo (el kebab, papitas y una cerveza), luego me enteraría por el Musiú de que el hombre que preparaba los kebab se secaba el sudor con el mismo trapo que limpiaba el mostrador, jummy.  


El autobús número 32 fue el que nos llevó de vuelta a casa, increíble como Mariel es una suerte de base de datos ambulante que contiene todos los buses que llevan hasta la Travesera de Dalt o a las cercanías de la Carrer de Praga. El viaje de vuelta fue uno de esos en los que te sientes agotado pero satisfecho de haber cumplido la misión de recorrer y conocer la ciudad, pero por encima de todo de pasarla bien y sentirse feliz por estar haciendo eso que estuviste deseando por más de un año. Sin embargo, la función de ese día no podía terminar sin que antes de llegar a casa en una decisión de segundos bajásemos del autobús (primero pensaríamos que era poco antes de la casa pero luego nos daríamos cuenta de que era un poco lejos)  en el barrio de Gracia donde durante esa semana se celebraban las fiestas del municipio. Curiosamente en Barcelona los distintos municipios (que en verdad no son municipios como los que tenemos en Venezuela son más bien zonas o barrios) realizan festividades todos los años para conmemorar sabrá Dios que cosa; en las fiestas de Gracia se realiza una competencia entre los vecinos que consiste en decorar su calle y la que haya sido ornamentada de forma más ingeniosa y llamativa es premiada por un jurado. Lo más admirable es que todos los decorados que vi estaban hechos con materiales de reciclaje y era realmente impresionante como con unas botellas plásticas, bolsas de supermercado, pitillos y demás materiales de desecho se puede hacer de una calle un pasadizo de luces, colores, gente, cervezas y choripanes sencillamente mágico y lleno de vida. Antes de irnos de Gracia (ya eran como la 12 y media de la noche, cerca de la una de la madrugada) pasamos por una plaza que estaba toda adornada con los personajes de Nintendo y videojuegos. Kirby, PacMan y por supuesto Super Mario estaban presentes en diversas formas, desde cartulinas que colgaban en el cielo sostenidas por unos alambres hasta un gran mosaico de Super Mario hecho con cajas que desde lejos recordaba el Abraham Lincoln de Salvador Dalí; al fondo una tarima con unas bandas de rock que creaban un ambiente de festival callejero, libre, joven y vibrante. Camino de vuelta a casa montamos muchas cuestas por calles empinadas, ya nuestras piernas no daban un paso más pero debían darlo porque aun no estábamos en casa; pasamos por un parque donde los postes están torcidos e iluminan el suelo como una luciérnaga posada sobre una baranda haciendo que provoque pararse bajo el foco y hacerse una foto. 

Finalmente llegamos, yo me di un baño de esos que devuelven el alma al cuerpo y que sirven de somnífero a la vez. Solo me quedó lucidez para acomodar las sillas de la mesita de comer para poner el colchón y dejar lugar para que Mariel pudiese pasar al baño en la noche sin que se cayera por culpa del colchón. Me acosté feliz pensando que había aprovechado al máximo ese día que terminaba y que mañana finalmente recibiría mi equipaje, que ya podría estar cómodo con mi ropa y que no tendría que ponerme la franelita vinotinto esa toda pegadita que compré sin fijarme mucho en Zara. El amanecer siguiente me ensenaría que no se deben de dejar las cosas a la buena de Dios y sentarse a esperar a que lo bueno te pase. Que si se tiene un inconveniente hay que llamar al infame seguro tantas veces como sean necesarias para que te respondan y que cuando uno se acuesta a dormir y pone a cargar la batería de la cámara debe de fijarse de que haya quedado bien conectada. 


miércoles, 12 de septiembre de 2012

Con el morral a cuestas - Europa 2012 - día 2




DIA II

La ley de Murphy dice “si algo puede salir mal, saldrá mal” y desgraciadamente, a pesar de que no responde a ninguna explicación científica, el adagio es casi una verdadera ley ya que en la mayoría de los casos se cumple.


 Luego de descender del avión y transitar los pasillos de la T1 del aeropuerto de El Prat de Barcelona, todo hecho de cristal, moderno y resplandeciente por la intensa luz de verano que llenaba de color los pasillos que inundan las cintas transportadoras me dirigí hacia la zona de aduanas y control de inmigración. Durante todo el viaje tuve adosado a mi cuerpo un bolsito cruzado de color azul que, hasta ese momento, había estado repleto de papeles y documentos que había llevado de Venezuela con la finalidad de que me sirvieran como soporte para demostrar el carácter turístico de mi viaje y mi arraigo en Venezuela, tal y cual como me había dicho la funcionaria del consulado español en Caracas donde había ido a pedir información sobre una carta de invitación. Al momento de elegir la taquilla de inmigración en la cual realizar el trámite me la pensé bien; había una fila donde el funcionario se veía amable, no parecía un celador de futuros, pero en esa cola delate mío se encontraban un grupo de personas con rasgos indígenas, probablemente ecuatorianos, donde una de las mujeres se encontraba embarazada y sinceramente no tenían el mejor aspecto, de modo que esa taquilla quedó descartada. Había otra que se encontraba sin cola pero el funcionario tenía un aspecto de ogro ineludible; era un hombre mayor con bigote, lentes y el ceño fruncido probablemente por una vida de tratar con extranjeros y  de troncharles los planes a los viajeros, de modo que esa también quedó descartada. Había una tercera que solo tenía un par de personas en la fila, la funcionaria se veía alegre, ya el hecho de que fuese una mujer ayudaba un poco (todo según mi pesquisa sherlockholmica hecha en menos de 30 segundos) y además no daba signos de amargura, de modo que decidí ir por esa taquilla. Armado del arsenal de papeles y documentos llegué a la taquilla donde le di las buenas tardes a la funcionario quien con una sonrisa me devolvió el gesto diciéndome también buenas tardes y pidiéndome, con mucha amabilidad, mi pasaporte. El trámite que tanto sueño me había quitado, que me había generado un terror que estaba alimentado por la supuesta mala experiencia de mi prima en Paris, toda esa imaginaria abominación se redujo a este diálogo: 

- Te vas a quedar en casa de alguien o en hotel? 
- No, me quedo en un hotel.
- Y tienes reservación? 
- Si
- Permíteme verla por favor
- Aquí tienes
- Y viajas solo? Te gusta viajar solo?
- Si, en plan de aventuras (risas)
- (risas) pues que valiente, venga, te deseo suerte. - (martillazos de sello)
- (risas) Muchas gracias
- Venga, hasta logo, que tengas buen viaje

Y así fue como todos los papeles de mi seguro de viaje,  la copia del documento de propiedad del nuevo apartamento,  los estados de cuenta de las tarjetas de mi mamá y mi papá, míos y la carta especialmente dirigida a las autoridades de inmigración escrita por mi padre fenecieron y pasaron de ser soporte técnico a mero y simple estorbo en el bolsito que estaba atiborrado de cosas. Hecho esto, me dirigí aun en compañía de Joseph a la correa donde esperaría mi equipaje. En el ínterin se me acercó una chica de Vodaphone a ofrecerme una sim card gratuita para usarla en mi móvil y hacer llamadas al exterior, resultó que la chica era chilena y que planeaba volver a su país porque ya en España no había más laburo.

 Dicen que el que espera desespera y desespera más rápido si necesita de lo que espera, y es cierto. Pronto comenzaron a salir las maletas, no pasó mucho para que Joseph encontrara las suyas y se despidiera, no sin antes decirme que si por alguna razón me ocurriese algún inconveniente que lo llamase y que él con gusto me ayudaría, eso fue loable de su parte, que Dios lo bendiga. Vueltas y vueltas dio la correa llevando maletas desde las entrañas del aeropuerto hasta las manos de sus dueños pero mi maleta azul nunca salió de aquel canal oscuro; la cinta se detuvo, no salieron mas maletas y junto conmigo varios nos llevamos las manos a la cabeza al ver que nuestro equipaje no aparecía. Yo y mis compañeros de infortunio nos dirigimos hacia un mostrador y luego a otro donde nos dijeron que esperásemos un momento a que rastrearan nuestro equipaje. Durante ese momento aproveché a salir de la zona de equipajes hacia la parte exterior del terminal para buscar a mi primo y su novia con quienes había quedado de verme. Al no verlos en medio de la multitud, se me ocurrió llamarlos pero no conseguí ningún locutorio ni teléfono público, de modo que volví a entrar a la zona de equipajes, luego de hablar con un señor con una camisa amarilla estridente que me dejó pasar. Una vez en el mostrador me dijeron que mi equipaje se encontraba en Bogotá, Colombia; que no me llegaría ese mismo día y que era preciso que me dirigiese al mostrador de Avianca a ver que podíamos hacer. Me dieron una facturita que guardé como oro durante todo el viaje, y al salir nuevamente hacia la parte exterior del terminal vi a mi primo y su novia y fue un alivio. Después de saludarnos vino la pregunta “?y tu maleta?” a lo que respondí “(…) no llegó tengo que ir arriba a consignar un papel” y sucesivamente tomamos el ascensor (porque es un aeropuerto que tiene varios pisos) hasta donde estaba el mostrador de Avianca. Allí me dirían que mi equipaje me sería entregado el día 18 de agosto en horas de la mañana y se me dio una pírrica compensación de 65 euros por la demora del equipaje, tú me dirás. No sé por qué me sentía tan absurdamente despreocupado y confiado en que la aerolínea cumpliría a cabalidad su palabra y que no tenía nada por qué preocuparme, quizás fue la emoción del momento o el simple hecho de que actué como un irresponsable. Una vez en posesión de la compensación y la falsa promesa tomamos un bus hasta la terminal donde se toma el tren que va hasta la ciudad; a penas abandoné el oasis de aire acondicionado de El Prat pude darme cuenta de cómo se sentían 38 grados de temperatura en medio del verano español. Compré un ticket multiviaje (T-10) del cual había leído por internet antes de viajar y nos sentamos a esperar bajo el sopor de las 4 de la tarde a que llegase el tren a la ciudad. 

Nos subimos al tren y en menos de media hora estábamos en la estación de Barcelona Sants, estación que visitaría en numerosas ocasiones, todas las veces en las que iría y vendría del aeropuerto y también cuando tomé los trenes a Barcelona y Figueres, al final me la conocí de memoria. Estando en esa estación y también sintiéndonos vulnerados por el hambre, entramos a un Mcdonnalds y allí conocí el amor. Allí descubrí a las cheeseburgers de un euro las cuales serían mis más fieles compañeras durante el viaje. Si mal no recuerdo me comí tres de estas hamburguesitas y me tomé un refresco (porque como notarán luego el tema de la deshidratación y el agua en verano es un tema serio) y así repusimos energías para la larga caminata que nos esperaba. Luego tomamos el metro hasta Plaza Espanya donde supuestamente me vería con mi amigo Pony con quien supuestamente me quedaría todas las noches que estuviese en Barcelona. Llegamos a plaza Espanya y allí comencé a tomar fotos y no pararía hasta que tomase el avión de Barajas a El dorado el día 5 de agosto, en mi viaje de vuelta. Caminamos buscando la dirección de Pony y después de preguntar un par de veces fuimos a parar a un barrio un medio feo donde estaba el edificio donde vive Pony. Le escribimos un montón de veces y no me respondió sino hasta la noche cuando ya me estaba quedando con mi primo. Luego de eso emprendimos la búsqueda de ropas para estar el par de días que en principio estaría sin equipaje. Primero entramos a un centro comercial que solía ser una plaza de toros. Allí solo dimos un par de vueltas ya que era inadecuado para comprar lo que necesitaba con la plata de la que disponía, de modo que acertadamente nos fuimos hasta La Rambla en metro donde terminaría por comprar la ropa que necesitaría. Debo decir que comprar ropa en Espana no es fácil; toda la ropa es como de gay. Solo se ven camisetas pegaditas y con un aspecto muy poco varonil, franelas estrechitas y demás boludeces de la moda que sinceramente no van conmigo. En Zara compré una franela vinotino unicolor como por 5 euros. Luego en H&M Mariel me consiguió una bermuda a cuadros que estaba buena y unos interiores (3 por 10)  y finalmente en Springfield (todo esto en La Rambla) compré una franela y un short traje de baño (que terminaría siendo mi pijama) como por 35 euros todo. Ante el hecho claro de que no nos lográbamos comunicar con Pony mi primo, Carlos Andrés Labrador Acosta, decidió ofrecerme su casa para quedarme al menos esa noche o hasta que lograse comunicarme con Pony y mudarme para allá. Ese gesto para mí fue de gran agrado y además de que me cambió para bien mi estadía en Barcelona ya que estuve acompañado de familia y así pude hacer de Barcelona una verdadera casa en Europa. Nos fuimos a una tienda a un costado de La Rambla llamada Decatlón donde compré un colchón inflable y su respectivo inflador (inflador que pagó mi primo porque ya la plata que me había dado la aerolínea había fenecido) para dormir en su casa; la verdad es que es el colchón inflame más cómodo en el que jamás he dormido. 
Atosigados por el hambre, nos fuimos a comer ya al filo de las 10 de la noche a un restaurante llamado Madonna también a un costado de La Rambla donde tenían un menú por 12 euros que incluía entrada, plato principal y postre. La comida estuvo muy buena, sofisticada, abundante y sabrosa. Allí fui por primera vez a un baño público compartido para hombres y mujeres cuyo lavamanos era una batea de granito como esa donde restriegan los coletos. 


Después de comer, con la barriga llena y el corazón contento, nos fuimos hasta la Plaza Catalunya donde nos hicimos las fotos de rigor y vimos desde lejos la nueva I Store que habían abierto en la ciudad. Mariel (la novia de mi primo) se conocía todos los buses que iban hasta la casa, cosa que me fue muy útil después ya que aprendía a combinar el metro y los buses (sobre todo los nocturnos) para moverme a todos lados y a toda hora por Barcelona. Esa noche aprendí que los buses que tienen una N son los nocturnos y que nit significa noche en catalá. Una vez en casa de mi primo, en la Carrer de Praga frente al Bar Yuna, bajándose en la estación Alfons X, inflamos el colchón y estuvimos despiertos hasta tarde conversando y tratando de encontrar una fuga de agua aparente que había en el apartamento. El 16 de agosto terminaría en la madrugada del 17 mientras que Mariel, Musiú y yo confeccionábamos el ambicioso recorrido que emprenderíamos la mañana siguiente por la ciudad. A todas estas yo seguía despreocupado por lo de mi maleta y confiado en que Avianca cumpliría me fui a dormir feliz, feliz de estar en Barcelona con mis primos empezando una aventura que durante un año había estado planeado y que no tenía que preocuparme más qué por mi equipaje y porque la cobija no se me fuera para un lado porque en Barcelona hace calor, pero por las noches se mete el frío por la ventana y te resfría y te deja sin medias. 

martes, 11 de septiembre de 2012

Con el morral a cuestas - Europa 2012

Esta es la historia de mi viaje a Europa de mochilero durante el verano del 2012. Escribo para dejar registro de mis aventuras antes de que el olvido las saque de mi memoria. También para compartir mis vivencias y así quizás a animar a otro a tomar su mochila y lanzarse a la aventura en el viejo continente. Intentaré hacer el recuento día por día sin olvidar ningún detalle, espero que les resulte inspirador. 
Rafa Labrador 


DIA 1


Amanece el miércoles 15 de agosto de 2012 a eso de las 9:30 de la mañana. A pesar de que mi vuelo salía a las 5:40 de la tarde la maleta a medio hacer y el tráfico impredecible de Caracas me hicieron levantarme temprano para poner a punto todo lo que necesitaría durante los 22 días más emocionantes de mi vida. Fue mi mamá quien tuvo la idea de meter el morral (que estaba a un trapo de reventar) en una maleta y llevar todo allí para luego solo cargar el bolso con lo que necesitaría en mi viaje después de salir de mi “headquater” Barcelona, y continuar la travesía hacia Francia y el resto de mi recorrido. A todas estas salimos hacia el aeropuerto a eso de la 1:30 de la tarde. Sorpresivamente, llegamos a Maiquetía en cosa de 40 minutos, lo cual fue verdaderamente inusual y me proporcionó un tiempo “extra” que luego la cola del trámite de inmigración se encargaría de aniquilar. Después de meternos por el canal equivocado, producto de los habituales nervios injustificados de mi papá, procedí a hacer el check-in en el mostrador de Avianca donde dejaría mi maleta, la cual no volvería a ver hasta el 19 de agosto, tres días después de lo planificado (pero esa es otra historia). Sin tomar demasiado tiempo para despedirme de mi familia (mi mamá, mi papá y mi hermano, artífices de esta aventura) entré a la zona de inmigración en medio de una multitud de viajeros formando colas interminables. Una vez pasado el detector de metales, comienzo a hacer una fila hasta que un funcionario de la GN (o al menos eso creo, el caso es que el hombre estaba uniformado) me pregunta si tengo pasaporte electrónico y ante mi respuesta afirmativa me indica realizar una cola distinta a la que me encontraba. En esa cola pasaría un poco más de una hora hasta que finalmente pudiese realizar el trámite automatizado de inmigración que me tomaría menos de un minuto en terminar. En aquella fila conocí a una muchacha de Maracaibo que se iba a estudiar en París; estuvimos hablando entre francés y español el largo rato que permanecimos en aquella absurda fila, me contó que era la primera vez que salía de Venezuela y que se quedaría en París realizando sus estudios al menos un año. En esa misma fila conversé con un señor que iba a Panamá pero que volaba hasta Bogotá en el mismo vuelo que yo. Cabe destacar que detrás de mi habían un par de imbéciles de unos 35 años, típicos sifrinos caraqueños, que no paraban de vociferar cuan estúpida les parecía la gente que no conseguía hacer el trámite (que era verdaderamente sencillo) con rapidez. El trámite consiste en scanear tu pasaporte, colocar tus huellas, mirar a una cámara, seleccionar tu vuelo y pegar el sellito que te imprime la máquina en tu pasaporte, sencillo. 

En mi mente tenía planeado comerme una hamburguesa en Burger King antes de tomar el avión, pero la demora en inmigración frustró mis planes. A media carrera llegué a mi puerta de embarque, la cual estaba del lado oeste del aeropuerto (por donde está la tienda de carteras de Mario Hernández) y allí esperé sentado hasta que comenzaron a embarcar el avión. Mientras esperaba advertí que había un grupo numeroso de jóvenes vestidos de traje y corbata los hombres, y de vestido las mujeres, luego descubriría que era una especie de misión de evangélicos que iban a una actividad en Colombia.

 Lo único que me dio tiempo de comprar fueron unos Halls de cereza que me costaron 15 mil bolos (de lo cual no me di cuenta sino hasta que vi por accidente la factura en Barcelona) que me duraron hasta el final del vuelo Bogotá- Barcelona. Mientras esperaba a abordar conversé con una señora que iba a Bogotá que me recomendó probar el pan de leche en el aeropuerto de El Dorado y a quien le regalé un caramelo. Una vez en el avión nos dieron un sándwich con su respectiva bebida y postre seco y microscópico, uno de estos “snacks” que sirven en los aviones pero que no sirven del todo para calmar el hambre. El vuelo fue bastante breve, una hora y cuarenta y cinco minutos a lo sumo. Del avión nos bajaron por la escalera y nos llevaron en un autobús hasta la terminal; hacía un frío cojonudo. Sin problemas caminé hasta el pasillo donde se encontraba mi puerta de embarque, no sin antes cepillarme los dientes (manía que pronto perdería) en un baño donde un sujeto se me acercó sospechosamente pero sin ser nada más que eso. Una vez hecho esto me fui hasta mi puerta de embarque donde me revisaron el bolsito azul (porque mi equipaje de mano se reducía a un bolcito azul atiborrado de papeles y documentos que pensé que me podían pedir las autoridades de inmigración españolas y que nunca me fueron pedidos) y esperé cerca de una hora hasta que comenzaron a embarcar el avión. Intenté usar el wifi “gratis” pero fue completamente inútil, ya que no era gratis nada. A todas estas ya era de noche, me parece que eran cerca de las 9 de la noche hora de Bogotá cuando comenzaron a embarcar el vuelo. A partir de este momento entré en ese limbo donde desaparece la noción del tiempo y se viaja del presente al pasado y del pasado al futuro sin pasar por el presente, en ese espacio de tiempo inexistente que es la permanencia en un avión transoceánico donde nunca se sabe con claridad qué hora es o por donde se encuentra uno; no sería sino hasta el momento en que aterrizase en Barcelona que volvería a tener ubicación temporal, de modo que no estoy seguro si a este punto del relato esté aun en el día 15 o el 16, pero igualmente continuaré la historia hasta el momento en el que baje del avión como día uno. 


Cuando se viaja en avión, o en bus, o en cualquier otro vehículo compartido, se juega la ruleta donde se echa la suerte que determina si le tocará a uno como compañero de asiento alguien agradable, conversador y que ceda lugar para ir al baño, o si se estará al lado de algún hediondo malhumorado que no respeta las normas de seguridad del avión. Por suerte para mí me tocó compartir la fila de asientos con Joseph Walliz, un catalán sumamente simpático y agradable. Me contó que trabajaba en una empresa que vendía máquinas de hacer cartón, que estaba casado con una colombiana y que estaba en proceso de adoptar un niño colombiano, que se conocía todos los aeropuertos de Suramérica y el mundo porque su jefe era un miserable que siempre lo mandaba en los vuelos más tortuosos y económicos, y que le habían abierto la maleta y lo habían requerido para requisarle su equipaje una infinidad de veces. También me contó como el gobierno español despilfarraba dinero haciendo obras absurdas como un aeropuerto en un pueblo donde nunca ha aterrizado un avión (y probablemente tampoco lo haga nunca así que el aeropuerto quedó como museo), haciendo trenes de alta velocidad a poblados donde nunca va nadie y como el gobierno central se aprovecha de la productividad de Catalunya para tapar el déficit de productividad del resto del país. 

La comida a bordo en todos los vuelos que hice con Avianca fue realmente buena, no tengo nada malo que decir al respecto; al igual que del servicio a bordo y la amabilidad del personal. No lo mismo puedo decir de la responsabilidad a la hora de atender demandas de los clientes, pero esa es otra historia que contaré más adelante. Sin saber que estábamos próximos a aterrizar, se me ocurrió ir al baño; resulta ser que estando dentro escucho que el capitán pide a la tripulación asegurar la cabina para el aterrizaje y que se enciende la señal de regresar a los asientos, se podrán imaginar la situación (a lo que se imaginen agréguenle el hecho de que el papel toilette se había acabado y solo quedaban toallitas de estas desinfectantes). Finalmente volví a mi asiento antes de que aterrizáramos  en la terminal T1 del aeropuerto “El Prat” de Barcelona después de 9 horas de vuelo desde Bogotá y casi 11 desde Caracas. A continuación narraré como fue el descenso del avión y como se siente cuando la cinta transportadora de equipaje se detiene y tu maleta no aparece. Todo eso en el día 2.