martes, 11 de septiembre de 2012

Con el morral a cuestas - Europa 2012

Esta es la historia de mi viaje a Europa de mochilero durante el verano del 2012. Escribo para dejar registro de mis aventuras antes de que el olvido las saque de mi memoria. También para compartir mis vivencias y así quizás a animar a otro a tomar su mochila y lanzarse a la aventura en el viejo continente. Intentaré hacer el recuento día por día sin olvidar ningún detalle, espero que les resulte inspirador. 
Rafa Labrador 


DIA 1


Amanece el miércoles 15 de agosto de 2012 a eso de las 9:30 de la mañana. A pesar de que mi vuelo salía a las 5:40 de la tarde la maleta a medio hacer y el tráfico impredecible de Caracas me hicieron levantarme temprano para poner a punto todo lo que necesitaría durante los 22 días más emocionantes de mi vida. Fue mi mamá quien tuvo la idea de meter el morral (que estaba a un trapo de reventar) en una maleta y llevar todo allí para luego solo cargar el bolso con lo que necesitaría en mi viaje después de salir de mi “headquater” Barcelona, y continuar la travesía hacia Francia y el resto de mi recorrido. A todas estas salimos hacia el aeropuerto a eso de la 1:30 de la tarde. Sorpresivamente, llegamos a Maiquetía en cosa de 40 minutos, lo cual fue verdaderamente inusual y me proporcionó un tiempo “extra” que luego la cola del trámite de inmigración se encargaría de aniquilar. Después de meternos por el canal equivocado, producto de los habituales nervios injustificados de mi papá, procedí a hacer el check-in en el mostrador de Avianca donde dejaría mi maleta, la cual no volvería a ver hasta el 19 de agosto, tres días después de lo planificado (pero esa es otra historia). Sin tomar demasiado tiempo para despedirme de mi familia (mi mamá, mi papá y mi hermano, artífices de esta aventura) entré a la zona de inmigración en medio de una multitud de viajeros formando colas interminables. Una vez pasado el detector de metales, comienzo a hacer una fila hasta que un funcionario de la GN (o al menos eso creo, el caso es que el hombre estaba uniformado) me pregunta si tengo pasaporte electrónico y ante mi respuesta afirmativa me indica realizar una cola distinta a la que me encontraba. En esa cola pasaría un poco más de una hora hasta que finalmente pudiese realizar el trámite automatizado de inmigración que me tomaría menos de un minuto en terminar. En aquella fila conocí a una muchacha de Maracaibo que se iba a estudiar en París; estuvimos hablando entre francés y español el largo rato que permanecimos en aquella absurda fila, me contó que era la primera vez que salía de Venezuela y que se quedaría en París realizando sus estudios al menos un año. En esa misma fila conversé con un señor que iba a Panamá pero que volaba hasta Bogotá en el mismo vuelo que yo. Cabe destacar que detrás de mi habían un par de imbéciles de unos 35 años, típicos sifrinos caraqueños, que no paraban de vociferar cuan estúpida les parecía la gente que no conseguía hacer el trámite (que era verdaderamente sencillo) con rapidez. El trámite consiste en scanear tu pasaporte, colocar tus huellas, mirar a una cámara, seleccionar tu vuelo y pegar el sellito que te imprime la máquina en tu pasaporte, sencillo. 

En mi mente tenía planeado comerme una hamburguesa en Burger King antes de tomar el avión, pero la demora en inmigración frustró mis planes. A media carrera llegué a mi puerta de embarque, la cual estaba del lado oeste del aeropuerto (por donde está la tienda de carteras de Mario Hernández) y allí esperé sentado hasta que comenzaron a embarcar el avión. Mientras esperaba advertí que había un grupo numeroso de jóvenes vestidos de traje y corbata los hombres, y de vestido las mujeres, luego descubriría que era una especie de misión de evangélicos que iban a una actividad en Colombia.

 Lo único que me dio tiempo de comprar fueron unos Halls de cereza que me costaron 15 mil bolos (de lo cual no me di cuenta sino hasta que vi por accidente la factura en Barcelona) que me duraron hasta el final del vuelo Bogotá- Barcelona. Mientras esperaba a abordar conversé con una señora que iba a Bogotá que me recomendó probar el pan de leche en el aeropuerto de El Dorado y a quien le regalé un caramelo. Una vez en el avión nos dieron un sándwich con su respectiva bebida y postre seco y microscópico, uno de estos “snacks” que sirven en los aviones pero que no sirven del todo para calmar el hambre. El vuelo fue bastante breve, una hora y cuarenta y cinco minutos a lo sumo. Del avión nos bajaron por la escalera y nos llevaron en un autobús hasta la terminal; hacía un frío cojonudo. Sin problemas caminé hasta el pasillo donde se encontraba mi puerta de embarque, no sin antes cepillarme los dientes (manía que pronto perdería) en un baño donde un sujeto se me acercó sospechosamente pero sin ser nada más que eso. Una vez hecho esto me fui hasta mi puerta de embarque donde me revisaron el bolsito azul (porque mi equipaje de mano se reducía a un bolcito azul atiborrado de papeles y documentos que pensé que me podían pedir las autoridades de inmigración españolas y que nunca me fueron pedidos) y esperé cerca de una hora hasta que comenzaron a embarcar el avión. Intenté usar el wifi “gratis” pero fue completamente inútil, ya que no era gratis nada. A todas estas ya era de noche, me parece que eran cerca de las 9 de la noche hora de Bogotá cuando comenzaron a embarcar el vuelo. A partir de este momento entré en ese limbo donde desaparece la noción del tiempo y se viaja del presente al pasado y del pasado al futuro sin pasar por el presente, en ese espacio de tiempo inexistente que es la permanencia en un avión transoceánico donde nunca se sabe con claridad qué hora es o por donde se encuentra uno; no sería sino hasta el momento en que aterrizase en Barcelona que volvería a tener ubicación temporal, de modo que no estoy seguro si a este punto del relato esté aun en el día 15 o el 16, pero igualmente continuaré la historia hasta el momento en el que baje del avión como día uno. 


Cuando se viaja en avión, o en bus, o en cualquier otro vehículo compartido, se juega la ruleta donde se echa la suerte que determina si le tocará a uno como compañero de asiento alguien agradable, conversador y que ceda lugar para ir al baño, o si se estará al lado de algún hediondo malhumorado que no respeta las normas de seguridad del avión. Por suerte para mí me tocó compartir la fila de asientos con Joseph Walliz, un catalán sumamente simpático y agradable. Me contó que trabajaba en una empresa que vendía máquinas de hacer cartón, que estaba casado con una colombiana y que estaba en proceso de adoptar un niño colombiano, que se conocía todos los aeropuertos de Suramérica y el mundo porque su jefe era un miserable que siempre lo mandaba en los vuelos más tortuosos y económicos, y que le habían abierto la maleta y lo habían requerido para requisarle su equipaje una infinidad de veces. También me contó como el gobierno español despilfarraba dinero haciendo obras absurdas como un aeropuerto en un pueblo donde nunca ha aterrizado un avión (y probablemente tampoco lo haga nunca así que el aeropuerto quedó como museo), haciendo trenes de alta velocidad a poblados donde nunca va nadie y como el gobierno central se aprovecha de la productividad de Catalunya para tapar el déficit de productividad del resto del país. 

La comida a bordo en todos los vuelos que hice con Avianca fue realmente buena, no tengo nada malo que decir al respecto; al igual que del servicio a bordo y la amabilidad del personal. No lo mismo puedo decir de la responsabilidad a la hora de atender demandas de los clientes, pero esa es otra historia que contaré más adelante. Sin saber que estábamos próximos a aterrizar, se me ocurrió ir al baño; resulta ser que estando dentro escucho que el capitán pide a la tripulación asegurar la cabina para el aterrizaje y que se enciende la señal de regresar a los asientos, se podrán imaginar la situación (a lo que se imaginen agréguenle el hecho de que el papel toilette se había acabado y solo quedaban toallitas de estas desinfectantes). Finalmente volví a mi asiento antes de que aterrizáramos  en la terminal T1 del aeropuerto “El Prat” de Barcelona después de 9 horas de vuelo desde Bogotá y casi 11 desde Caracas. A continuación narraré como fue el descenso del avión y como se siente cuando la cinta transportadora de equipaje se detiene y tu maleta no aparece. Todo eso en el día 2. 




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