lunes, 21 de septiembre de 2015

Crónicas de un caraqueño en Maracaibo: El Jardín de los senderos que se cruzan.

 
 
           Eran aproximadamente las 10 y media de la mañana en la avenida 15 “Delicias” de Maracaibo cuando comenzó el periplo. Era un día atípico, el astro rey no estaba derritiéndole los sesos a la gente como de costumbre, al contrario, una enorme manta gris cubría el cielo de la ciudad arrastrando un viento frío, anunciándole la lluvia a las calles amanecidas, cubiertas de polvo y trasnochos.
 
            Bastará con decir que veníamos del paraíso, uno construido por nosotros con bloques de sábanas que untamos con cemento de besos y tejas de esperanza, en medio de unas paredes de sueños donde prendimos una hoguera a pesar del gélido aire acondicionado.
 
            Para un mochilero, pocas resultan tan emocionantes como aventurar con la mujer que se ama por las calles de una ciudad, así, sin tiempo, sin dinero y sin agenda, solo con ganas, sonrisas, las manos tomadas y el morral a cuestas. Así fue como emprendimos el camino de vuelta a casa, sin saber que “la casa” está donde se encuentra el otro.
 
            El transporte público en Maracaibo es tétrico. Sigo sin poder comprender como una ciudad tan grande puede subsistir sin un medio de transporte medianamente eficiente y decente. Pero claro, sin dinero para un taxi tuvimos que comenzar nuestro camino de vuelta en uno de los pesos pesados del malvivir maracucho: un autobús Blue Bird como del año 1905. Un hombre que iba guindado de la puerta trasera del bus me señaló como preguntando si íbamos a abordar, a lo que le grité ¿¡Centro!? y con su señal de afirmación, la miré a los ojos y nuestro acuerdo tácito de miradas nos indicó que subiríamos a bordo.
            El viaje no fue malo en lo absoluto. En apenas 15 minutos ya estábamos frente a Panorama y habíamos gastado menos de lo que cuesta un refresco para aplacar el calor brutal que provocaba el sol, quien ya había vuelto a su estado natural.
            Suelo ser el guía, y a pesar de que nunca abandono mi rol en la toma de decisiones esta vez a batuta le correspondía a ella. Así, siguiendo las zapatillas rosadas fue que caminamos hasta el Gran Bazar buscando efectivo y un lugar donde comer, y aunque no logramos dar con un cajero con dinero si pude conocer una esquina donde venden cambures y a un amigo común ya le han atracado siete veces. Nada especial.
            En nuestro camino a casa debíamos pasar primero por el Jardín Botánico donde nos encontraríamos con una amiga que se estaba quedando con nosotros, por lo que Los Ojos Verdes determinaron que la mejor decisión era irnos en Metro (si, el Metro de Maracaibo) para luego enlazar con un bus (rojo, de los de Chávez) hasta la entrada del jardín.
            Los domingos Maracaibo duerme ¡todo el día! haciendo que las cosas resulten un poco más inciertas, por ello decidimos entrar al Ciudad Chinita para desayunar antes de continuar la travesía. Buscando donde comer encontramos un stand del Colegio de Médicos del Zulia donde sacaban la carta médica que piden para la licencia de conducir. Así fue como en menos de 20 minutos  y 400 Bs después hicimos un trámite que a ella le habían hecho creer que era muy difícil, muy caro y necesariamente corrupto. Punto para la legalidad.
            Después de desayunar sendos pastelitos seguimos nuestro camino hacia el Metro. Yo no sé si fue el calor o la grasa de la comida, pero tomamos un taxi y para recorrer dos cuadras hasta la estación Libertador y yo no dije nada, ni siquiera lo noté. Probablemente estaba muy entretenido mirando hacia El Callejón de los Pobres (un lugar cercano al mercado de Las Pulgas) o la estructura de tres piso del famoso “Centímetro”, a quien finalmente pude conocer.
            No sé por qué la gente se queja tanto de ese servicio. El aire acondicionado es friísimo, lo que ya de por sí es bastante, y no es tan corto como dicen ¡tiene siete estaciones! Al llegar a los Altos de la Vanega nos bajamos para cambiar al Marabus, destino La Concepción, que nos dejaría frente al jardín.
            Mi incomodidad fue proporcional al asombro que me causó el que la parada oficial del bus fuese una mata, pero no cualquier mata ¡la segunda! Porque la primera es para los que van al Cuatro. Por lo que omitiré los próximos 45 minutos.
            Llegamos al jardín botánico y encontramos con nuestra amiga, una alemana que trabajaba como voluntaria, que además es fanática del helado y entusiasta de los árboles. Estar allí fue lo máximo. Fuimos a una especie de castillo con murallas llenas de enredaderas, toboganes y pasamanos. A pesar del cansancio y el calor, nos pusimos a jugar como niños, tomando fotos y tentando a romperse a una red que cuelga sobre el vacío montándonos los tres a la vez.
            Esa es una de las cosas que me encanta de ella. Cuando se lo permite, la sencillez con la que expresa su felicidad, despreocupada de lo que piensan los demás, dejando salir ese brillo inconfundible en sus ojos, y esos pliegos en los cachetes que solo yo sé leer.
            Cuando el calor nos corrió, nos fuimos hasta unas lagunas en compañía de nuestra amiga, donde vimos garzas y vegetación local, hablando de la conservación del ambiente en inglés británico. Así mismo.
            Es verdad que somos aventureros, pero a veces es mejor que tus papás te vengan a buscar en carro full aire acondicionado que estar pariendo por ahí. Llegamos a casa, exhaustos, con una pestilencia solo comparable con nuestro cansancio y felicidad, y con más ganas de dormir que de vivir.
            El día terminó igual de bien. Bastará con decir que ella no paraba de tomarme fotos de la felicidad que le producía el que su padre me hubiese prestado su carro para ir a comprar helados y chucherías. Solo nos restaba rendirnos y mirar películas de jazz, comiendo helado y arriesgándonos a besarnos de cuanto en cuanto, hasta quedarnos dormidos en con los ojos puestos en un gran hotel de Budapest.
            Pocas cosas se comparan a estar juntos. Somos viajeros por naturaleza y aprendizaje, somos distintos y perfectamente complementarios, somos únicos y siempre le ganamos la carrera al tiempo y la distancia.
            Me gusta cómo resolvemos nuestros conflictos, con nuestras taras y nuestras locuras. Me gusta como viajamos juntos, me atrevo a decir que viajaría contigo indefinidamente, por donde sea que haya un camino y estés tú ahí.
 
            Yo nunca había ido a Maracaibo, hasta que la conocí a ella, y ahora me gusta, tanto, que solo pienso en volver.

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